Una implantación fulminante de Internet


Una implantación fulminante de Internet

Ciertamente, el crecimiento en progresión geométrica de Internet no es solamente el fenómeno sociológico y de comunicaciones más significativo de los inicios de este tercer milenio, sino también en el más incontrolable e inesperado en una sociedad regida por las prospecciones y las estadísticas en la que las sorpresas parecían no tener cabida. Si los setenta del pasado siglo fueron el decenio de la suplantación de las máquinas de escribir por los ordenadores, a nivel de las empresas, y los ochenta continuaron y abundaron en esa línea con la expansión de la informática al ámbito privado de los hogares a través de la creciente presencia del ordenador personal, la década de 1990 reservaba la imprevista novedad de Internet.

Si pocos supieron predecir semejante boom, no fue porque la tecnología que sirve de soporte a Internet no existiese desde al menos veinte años antes de su conversión en fenómeno de masas, sino porque había sido creada justamente para lo contrario: como vehículo privilegiado de comunicación entre sectores minoritarios, como los estrategas de la defensa en las Fuerzas Armadas o las elites científicas de la comunidad internacional, especializadas en diferentes disciplinas.

El caso es que Internet, que hace tres décadas era únicamente una palabra que no le decía nada a nadie, cuenta en la actualidad con millones de usuarios (alrededor de tres mil millones en 2016, pero no hay modo de averiguar cuántos son exactamente, sobre todo por el impreciso número de ellos que pueden tener acceso a un mismo ordenador). Bautizados en sus inicios como «cibernautas» o «internautas», sus asiduos son hoy multitud de personas corrientes desparramadas por todos los países del mundo; su número ha crecido sin cesar y a una velocidad incomparablemente mayor a la de cualquier otro fenómeno de masas ocurrido con anterioridad, incluyendo la radio o la televisión, que ven menguadas sus audiencias en beneficio del nuevo medio.

Los científicos y los especialistas en informática ponen el acento en las novedades técnicas y en la originalidad de los servicios que aporta la red, mientras que los sociólogos y los expertos en comunicación destacan más bien la inédita libertad que propone y la flexibilidad que posee en medio de una sociedad donde todo está reglamentado, sujeto a una patente y es propiedad de una persona o de una empresa. La aparentemente libérrima naturaleza de la «red de redes» se comprende apenas se repasa la breve historia de Internet y de las sucesivas adiciones de inventos y servicios que la pusieron en movimiento y fueron ampliando sus casi inabarcables prestaciones; el resultado final de su desarrollo fue que la red no es obra de nadie en particular, y nadie puede por lo tanto reclamar en ella un papel de inventor, de dueño y ni siquiera de pionero.

No nos queda entonces sino quedar deslumbrados frente al inagotable universo de palabras, sonidos, imágenes y datos que ofrece Internet (verdaderamente inagotable, ya que sus prestaciones pueden ser utilizadas, sucesiva o simultáneamente, por millones de personas), pero podemos ya empezar a alejarnos de aquel optimismo democrático que caracterizó los inicios: las operadoras de telecomunicaciones poseen el cable y los accesos, las multinacionales informáticas copan el software y los servicios, miríadas de empresa explotan su coste ínfimo como canal de venta para publicitar y vender todo lo imaginable, y los grandes grupos de comunicación audiovisual vierten contenidos de pensamiento único o puras banalizaciones en su afán de acaparar una audiencia volcada en la última novedad del último instante. El altruismo, los proyectos colaborativos o la independencia informativa mantienen sus reductos, pero todo es cada vez más parecido al mundo real.


 

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