La polivalencia de servicios de Internet


La polivalencia de servicios de Internet

Aunque su diseño físico es fácil de comprender, Internet escapa a una definición simple porque es un medio polivalente que sólo puede ser aproximadamente caracterizado por la suma de explicaciones parciales de los servicios que lo integran. El programa imprescindible para acceder a tales servicios es actualmente el navegador (en inglés, browser, que significa literalmente «hojeador» de páginas). La historia de los navegadores es la de una guerra comercial en la que la hegemonía ha cambiado varias veces de mano; actualmente lidera la batalla Google Chrome (Google), seguido a distancia de Internet Explorer (Microsoft), Safari (Apple) y Mozilla Firefox, de código abierto y sin fines lucrativos.

World Wide Web

El «servicio rey» que ofrece Internet es sin duda la navegación por la infinidad de recursos contenidos en la World Wide Web (abreviada WWW o W3), que literalmente significa la «vasta telaraña mundial». No cabe duda que la World Wide Web es en gran medida responsable de la arrolladora popularización de la red y de que ésta abandonase los circuitos científicos y técnicos en los que nació y para los que estaba destinada para convertirse en el fenómeno cotidiano que es en la actualidad.

Desarrollada en el seno del CERN (Laboratorio Europeo de Física de Altas Energías) por el británico Tim Berners-Lee y el belga Robert Cailliau, para facilitar la comunicación informática entre los físicos que trabajaban en el área especializadísima de las partículas elementales, la WWW desbordó muy pronto su cometido original y fue adoptada por las más diversas instituciones. Baste con decir que en 1991 aparecieron el primer servidor web y el primer navegador para interfaces de tipo texto; pero ya en 1992, apenas un año más tarde, había en todo el mundo unos cincuenta servidores web, y al año siguiente se creó el primer «navegador gráfico», que permitía visualizar documentos que combinaban texto e imágenes, y disparó el inicio de la popularidad de Internet. En 2014 se estimaba que el número de sitios web que podían visitarse había rebasado los mil millones.

El éxito de la World Wide Web se debe sin duda a que reúne características muy agradables para el usuario: atractiva presentación de la información (páginas Web); integración junto al texto y las imágenes de elementos multimedia como vídeos, música y hasta representaciones de realidad virtual; facilidad de uso de los programas navegadores y abundancia de los «hiperenlaces» o simplemente enlaces (palabras resaltadas, imágenes o iconos que conducen en un clic a otro de los millones de recursos publicados en Internet), que dan acceso muy fácilmente a todos los materiales disponibles en relación a un tema determinado y permiten navegar intuitivamente a través de la red.

Definida como un gran bazar donde se encuentra de todo, desde las últimas primicias científicas de alto nivel a la pornografía, la World Wide Web ha dejado en su evolución de ser el mero conjunto de textos informativos entrelazados que fue en sus orígenes. Con la excepción de Wikipedia o las versiones digitales de los medios, los sitios web más visitados son más bien plataformas a las que no se va a leer sino a interactuar o ejecutar acciones: consultar los saldos del banco, reservar un hotel, comprar todo lo imaginable en tiendas virtuales, realizar búsquedas, opinar en foros, relacionarse con las amistades en las redes sociales, ver videoclips, compartir imágenes…

De este modo, servicios tan frecuentados como Facebook, Youtube, Booking, Amazon, Google o Pinterest no son más que páginas web corriendo sobre el protocolo HTTP (HyperText Transfer Protocol). Desde hace ya bastante años, el enriquecimiento del lenguaje de codificación original (el HTML, HyperText Markup Language) con módulos adicionales, el desarrollo de las tecnologías de servidor y la evolución de los navegadores permite desarrollar sitios web de posibilidades ilimitadas.

Otros servicios de Internet

Ésta es la razón por la que la World Wide Web ha acabado por absorber o limitar a los profesionales el uso de otros servicios «históricos» que corrían sobre otros protocolos y precisaban por ello de programas específicos: los navegadores actuales permiten que, aunque los protocolos de cada servicio que opera sobre Internet sean en realidad muy distintos entre sí, en la práctica el usuario pueda trabajar casi siempre con una herramienta única.

Para ilustrar lo anterior basta con recordar el protocolo FTP (File Transfer Protocol, Protocolo de Transferencia de Ficheros). Los primeros navegadores permitían únicamente solicitar páginas web a los servidores a través del protocolo HTTP, representarlas en la pantalla y pasar de un sitio a otro haciendo clic en los enlaces. Para descargar algún fichero alojado en un servidor, era preciso utilizar un programa especial (un cliente FTP) y realizar una «transferencia de ficheros» que podía ser «identificada» o «anónima»; en el primer caso es necesaria la autorización del ordenador anfitrión o una contraseña convenida; en el segundo, como ocurre en los ficheros de acceso público de determinadas bibliotecas, la comunicación era directa. Este protocolo era de gran utilidad para los equipos de investigadores que se encontraban físicamente separados y debían manejar no obstante una voluminosa documentación conjunta o intercambiar sus respectivos progresos.

Todo lo anterior resulta críptico para los usuarios de hoy. Si necesitan por ejemplo descargar un documento en formato PDF, simplemente hacen clic en el enlace del sitio web que lo ofrece; los navegadores actuales descargan en el acto el documento en nuestro disco duro, e incluso permiten visualizarlo sin descargarlo, y lo mismo ocurre con todos los contenidos digitalizados en los más variados formatos, desde música hasta libros.

Lo mismo ocurrió con el protocolo IRC (Internet Relay Chat), que permitía, a través de un programa específico (un cliente de chat), unirse a multitud de tertulias electrónicas por escrito (los canales), en la que podían participar varias personas a la vez. Pronto fue posible chatear con el navegador a través de chats instalados en páginas web que no requerían configuración alguna. Pero esta aparente extinción de protocolos en beneficio la World Wide Web no conlleva la de las ideas a que daban sustento, que reaparecen y mueren bajo nuevas formas (como el Messenger de Microsoft); de hecho, el chat conoce actualmente el mejor momento de su historia gracias a su último avatar, la mensajería instantánea para teléfonos móviles: WhatsApp en occidente y LINE en oriente suman mil quinientos millones de usuarios.

En forma análoga, el protocolo Gopher y sus arcaicos mecanismos de búsqueda (Archie, Veronica) quedaron pronto obsoletos ante la alternativa de navegar cómodamente por directorios que clasificaban en temas y subtemas centenares de páginas web, ofreciendo un enlace a las mismas y una pequeña descripción de su contenido. En eso consistía esencialmente el primer Yahoo!, el más exitoso sitio de los años 90. En vista de que la vertiginosa proliferación de nuevos sitios web hacía inviable un directorio mantenido por humanos, empezaron a desarrollarse las soluciones automatizadas y escalables que llevaron a la creación de los buscadores propiamente dichos.

El primero y más popular de ellos fue AltaVista (1995); sus spiders o arañas seguían todos los enlaces de la WWW y guardaban copias de millones de páginas en una inmensa bases de datos (en la misma forma en que procede el actual Google) que podía consultarse introduciendo los términos de búsqueda en su página principal. La intervención humana en el proceso es casi nula: se reduce a establecer algoritmos que ordenen los resultados por relevancia y calidad, algo en lo que AltaVista nunca llegó a brillar.

La hidra policéfala que hoy es Google, cuya hegemonía se extiende por los navegadores, los sistemas operativos para móviles y multitud de servicios, nació en la forma del buscador que desbancó a AltaVista al mejorar sensiblemente la calidad de los resultados. Google basaba la ordenación de los mismos en una idea simplísima, la de las «citaciones»: del mismo modo que un trabajo científico acredita su condición de estudio de referencia cuando es citado por muchos investigadores, los sitios web que reciben muchos enlaces de otros sitios son mejores y merecen ocupar las primeras posiciones.

Por el camino de este proceso se perdieron los hábitos de navegación y descubrimiento de los primeros internautas, que saltaban de unos sitios a otros siguiendo su curiosidad e intereses; en nuestros días, el desmesurado crecimiento de la WWW y la «solución» aportada por los buscadores ha reducido la navegación a ir de Google al primer resultado, para volver otra vez a Google y ver el segundo resultado, y poco más. Por esta conjunción de fenómenos es hora ya de desmitificar cierta visión idílica de Internet como espacio de libertad en el que todos podemos ser emisores y receptores. Es cierto que cualquiera puede crear gratuitamente un blog en tres minutos, y publicar en él un artículo con opiniones primorosamente documentadas y argumentadas; pero, a causa de los hábitos de navegación y el funcionamiento de los buscadores, las posibilidades de que un mil millonésimo blog reciba alguna visita son irrisorias.

Fuera del ámbito especializado, el otro superviviente de los antiguos servicios es el correo electrónico, no sin haber sufrido una reconversión similar que ha reducido a cero las dificultades de uso. El correo electrónico (la Academia sigue sin aceptar los anglicismos e-mail email) se hizo de inmediato inmensamente popular; en Estados Unidos su volumen superaba ya en 1995 al del tradicional correo postal. Los usuarios actuales ya saben que no es necesario que ambos ordenadores (el emisor y el receptor) estén conectados en el momento del envío, ya que el mensaje que enviamos va a parar al «buzón electrónico» del destinatario, es decir, a una pequeña porción del disco duro de un servidor donde se van almacenando los correos recibidos; si el receptor no está examinando el correo en ese momento, lo verá la próxima que acceda a su buzón.

En los inicios, el correo electrónico requería también el uso de un programa especial (un cliente de correo), que debía instalarse y configurase conforme a los protocolos específicos del servicio, es decir, el POP3 o de correo entrante y el SMTP o de saliente; tenía la ventaja de que sólo se requería conexión a Internet en el instante de la recepción y el envío, lo cual era un ahorro cuando, en la época del módem, se pagaba la conexión por minuto o por hora, en lugar de las actuales cuotas fijas con tiempo ilimitado.

No obstante, en una manifestación más del poder de absorción de la World Wide Web y los navegadores, pronto los clientes de correo fueron substituidos por el llamado correo web: numerosos portales ofrecían gratuitamente la creación de una cuenta de correo y su gestión a través del navegador. Actualmente dominan el mercado Gmail (Google), Outlook (antes Hotmail, de Microsoft) y Yahoo! Mail; todos ellos ofrecen potentes gestores de correo que suman a su facilidad de uso la impagable ventaja de poder consultar el correo en cualquier navegador de cualquier ordenador del mundo.


 

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