Historia de España


Prehistoria, protohistoria y Edad Antigua

El actual territorio español aloja dos de los lugares más importantes para la prehistoria europea y mundial: la sierra de Atapuerca (donde se ha definido la especie Homo antecessor y se ha hallado la serie más completa de huesos de Homo heidelbergensis) y la cueva de Altamira (donde por primera vez en el mundo se identificó el arte paleolítico).

La particular posición de la península ibérica como «Extremo Occidente» del mundo mediterráneo determinó la llegada de sucesivas influencias culturales del Mediterráneo oriental, particularmente las vinculadas al Neolítico y la Edad de los Metales (agricultura, cerámica, megalitismo), proceso que culminó en las denominadas colonizaciones históricas del I milenio a. C. Tanto por su localización favorable para las comunicaciones como por sus posibilidades agrícolas y su riqueza minera, las zonas este y sur fueron las que alcanzaron un mayor desarrollo (cultura de los Millares, Cultura del Argar, Tartessos, pueblos iberos). También hubo continuos contactos con Europa Central (cultura de los campos de urnas, celtización).

La datación más antigua de un hecho histórico en España es la de la legendaria fundación de la colonia fenicia de Gadir (la Gades romana, que hoy es Cádiz), que según fuentes romanas (Veleyo Patérculo y Tito Livio) se habría producido ochenta años después de la guerra de Troya, antes que la de la propia Roma,​ lo que la situaría en el 1104 a. C. y sería la fundación de una ciudad en Europa Occidental de referencias más antiguas. Las no menos legendarias referencias que recoge Heródoto de contactos griegos con el reino tartésico de Argantonio se situarían, por su parte, en el año 630 a. C. Las evidencias arqueológicas de establecimientos fenicios (Ebusus —Ibiza—, Sexi —Almuñécar—, Malaka —Málaga—) permiten hablar de un monopolio fenicio de las rutas comerciales en torno al estrecho de Gibraltar (incluyendo las del Atlántico, como la ruta del estaño), que limitó la colonización griega al norte mediterráneo (Emporion, la actual Ampurias).

Las colonias fenicias pasaron a ser controladas por Cartago desde el siglo vi a. C., periodo en el que también se produce la desaparición de Tartessos. Ya en el siglo iii a. C., la victoria de Roma en la primera guerra púnica estimuló aún más el interés cartaginés por la península ibérica, por lo que se produjo una verdadera colonización territorial, con centro en Qart Hadasht (Cartagena), liderada por la familia Barca.

La intervención romana se produjo en la segunda guerra púnica (218 a. C.), que inició una paulatina conquista romana de Hispania, no completada hasta casi doscientos años más tarde. La derrota cartaginesa permitió una relativamente rápida incorporación de las zonas este y sur, que eran las más ricas y con un nivel de desarrollo económico, social y cultural más compatible con la propia civilización romana. Mucho más dificultoso se demostró el sometimiento de los pueblos de la Meseta, más pobres (guerras lusitanas y guerras celtíberas), que exigió enfrentarse a planteamientos bélicos totalmente diferentes a la guerra clásica (la guerrilla liderada por Viriato —asesinado el 139 a. C.—, resistencias extremas como la de Numancia —vencida el 133 a. C.—). En el siglo siguiente, las provincias romanas de Hispania, convertidas en fuente de enriquecimiento de funcionarios y comerciantes romanos y de materias primas y mercenarios, estuvieron entre los principales escenarios de las guerras civiles romanas, con la presencia de Sertorio, Pompeyo y Julio César. La pacificación (pax romana) fue el propósito declarado de Augusto, que pretendió dejarla definitivamente asentada con el sometimiento de cántabros y astures (29-19 a. C.), aunque no se produjo su efectiva romanización. En el resto del territorio, la romanización de Hispania fue tan profunda como para que algunas familias hispanorromanas alcanzaran la dignidad imperial (Trajano, Adriano y Teodosio) y hubiera hispanos entre los más importantes intelectuales romanos (el filósofo Lucio Anneo Séneca, los poetas Lucano, Quintiliano o Marcial, el geógrafo Pomponio Mela o el agrónomo Columela), si bien, como escribió Tito Livio en tiempos de Augusto, «aunque fue la primera provincia importante invadida por los romanos fue la última en ser dominada completamente y ha resistido hasta nuestra época», atribuyéndolo a la naturaleza del territorio y al carácter recalcitrante de sus habitantes. La asimilación del modo de vida romano, larga y costosa, ofreció una gran diversidad desde los grados avanzados en la Bética a la incompleta y superficial romanización del norte peninsular.


Edad Media

Alta Edad Media

En el año 409 un grupo de pueblos germánicos (suevos, alanos y vándalos) invadieron la península ibérica. En el 416, lo hicieron a su vez los visigodos, un pueblo igualmente germánico, pero mucho más romanizado, bajo la justificación de restaurar la autoridad imperial. En la práctica tal vinculación dejó de tener significación y crearon un reino visigodo con capital primero en Tolosa (la actual ciudad francesa de Toulouse) y posteriormente en Toletum (Toledo), tras ser derrotados por los francos en la batalla de Vouillé (507). Entretanto, los vándalos pasaron a África y los suevos conformaron el reino de Braga en la antigua provincia de Gallaecia (el cuadrante noroeste peninsular). Leovigildo materializó una poderosa monarquía visigoda con las sucesivas derrotas de los suevos del noroeste y otros pueblos del norte (la zona cantábrica, poco romanizada, se mantuvo durante siglos sin una clara sujeción a una autoridad estatal) y los bizantinos del sureste (Provincia de Spania, con centro en Carthago Spartaria, la actual Cartagena), que no fue completada hasta el reinado de Suintila en el año 625.

Isidoro de Sevilla, en su Historia Gothorum, se congratula de que este rey fuera «el primero que poseyó la monarquía del reino de toda España que rodea el océano, cosa que a ninguno de sus antecesores le fue concedida…» El carácter electivo de la monarquía visigótica determinó una gran inestabilidad política caracterizada por continuas rebeliones y magnicidios.​ La unidad religiosa se había producido con la conversión al catolicismo de Recaredo (587), proscribiendo el arrianismo que hasta entonces había diferenciado a los visigodos, impidiendo su fusión con las clases dirigentes hispanorromanas. Los Concilios de Toledo se convirtieron en un órgano en el que, reunidos en asamblea, el rey, los principales nobles y los obispos de todas las diócesis del reino sometían a consideración asuntos de naturaleza tanto política como religiosa. El Liber Iudiciorum promulgado por Recesvinto (654) como derecho común a hispanorromanos y visigodos tuvo una gran proyección posterior.

En el año 689 los árabes llegaron al África noroccidental y en el año 711, llamados por la facción visigoda enemiga del rey Rodrigo, cruzaron el Estrecho de Gibraltar (denominación que recuerda al general bereber Tarik, que lideró la expedición) y lograron una decisiva victoria en la batalla de Guadalete. La evidencia de la superioridad llevó a convertir la intervención, de carácter limitado en un principio, en una verdadera imposición como nuevo poder en Hispania, que se terminó convirtiendo en un emirato o provincia del imperio árabe llamada al-Ándalus con capital en la ciudad de Córdoba. El avance musulmán fue veloz: en el 712 tomaron Toledo, la capital visigoda; el resto de las ciudades fueron capitulando o siendo conquistadas hasta que en el 716 el control musulmán abarcaba toda la península, aunque en el norte su dominio era más bien nominal que efectivo. En la Septimania, al noreste de los Pirineos, se mantuvo un núcleo de resistencia visigoda hasta el 719. El avance musulmán contra el reino franco fue frenado por Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732).

La poco controlada zona noroeste de la península ibérica fue escenario de la formación de un núcleo de resistencia cristiano centrado en la cordillera Cantábrica, zona en la que un conjunto de pueblos poco romanizados (astures, cántabros y vascones), escasamente sometidos al reino godo, tampoco habían suscitado gran interés para las nuevas autoridades islámicas. En el resto de la península ibérica, los señores godos o hispanorromanos, o bien se convirtieron al islam (los denominados muladíes, como la familia banu Qasi, que dominó el valle medio del Ebro) o bien permanecieron fieles a las autoridades musulmanas aun siendo cristianos (los denominados mozárabes), conservaron su posición económica y social e incluso un alto grado de poder político y territorial (como Tudmir, que dominó una extensa zona del sureste).

La sublevación inicial de Don Pelayo fracasó, pero en un nuevo intento del año 722 consiguió imponerse a una expedición de castigo musulmana en un pequeño reducto montañoso, lo que la historiografía denominó «batalla de Covadonga». La determinación de las características de ese episodio sigue siendo un asunto no resuelto, puesto que más que una reivindicación de legitimismo visigodo (si es que el propio Pelayo o los nobles que le acompañaban lo eran) se manifestó como una continuidad de la resistencia al poder central de los cántabros locales (a pesar del nombre que terminó adoptando el reino de Asturias, la zona no era de ninguno de los pueblos astures, sino la de los cántabros vadinienses).​ El «goticismo» de las crónicas posteriores asentó su interpretación como el inicio de la «Reconquista», la recuperación de todo el territorio peninsular, al que los cristianos del norte entendían tener derecho por considerarse legítimos continuadores de la monarquía visigoda.

Los núcleos cristianos orientales tuvieron un desarrollo inicial claramente diferenciado del de los occidentales. La continuidad de los godos de la Septimania, incorporados al reino franco, fue base de las campañas de Carlomagno contra el Emirato de Córdoba, con la intención de establecer una Marca Hispánica al norte del Ebro, de forma similar a como hizo con otras marcas fronterizas en los límites de su Imperio. Demostrada imposible la conquista de las zonas del valle del Ebro, la Marca se limitó a la zona pirenaica, que se organizó en diversos condados en constantes cambios, enfrentamientos y alianzas tanto entre sí como con los árabes y muladíes del sur. Los condes, de origen franco, godo o local (vascones en el caso del condado de Pamplona) ejercían un poder de hecho independiente, aunque mantuvieran la subordinación vasallática con el Emperador o, posteriormente, el rey de Francia Occidentalis. El proceso de feudalización que llevó a la descomposición de la dinastía carolingia, evidente en el siglo ix, fue estableciendo paulatinamente la transmisión hereditaria de las condados y su completa emancipación de la vinculación con los reyes francos. En todo caso, el vínculo nominal se mantuvo mucho tiempo: hasta el año 988 los condes de Barcelona fueron renovando su contrato de vasallaje.

En 756, Abderramán I (un Omeya superviviente del exterminio de la familia califal destronada por los abbasíes) fue acogido por sus partidarios en al-Ándalus y se impuso como emir. A partir de entonces, el Emirato de Córdoba fue políticamente independiente del Califato abasí (que trasladó su capital a Bagdad). La obediencia al poder central de Córdoba fue desafiada en ocasiones con revueltas o episodios de disidencia protagonizados por distintos grupos etno-religiosos, como los bereberes de la Meseta del Duero, los muladíes del valle del Ebro o los mozárabes de Toledo, Mérida o Córdoba (jornada del foso de Toledo y Elipando, mártires de Córdoba y San Eulogio) y se llegó a producir una grave sublevación encabezada por un musulmán convertido al cristianismo (Omar ibn Hafsún, en Bobastro). Los núcleos de resistencia cristiana en el norte se consolidaron, aunque su independencia efectiva dependía de la fortaleza o debilidad que fuera capaz de demostrar el Emirato cordobés.

En 929, Abderramán III se proclamó califa, manifestando su pretensión de dominio sobre todos los musulmanes. El Califato de Córdoba solo consiguió imponerse, más allá de la península ibérica, sobre un difuso territorio norteafricano; pero sí logró un notable crecimiento económico y social, con un gran desarrollo urbano y una pujanza cultural en todo tipo de ciencias, artes y letras, que le hizo destacar tanto en el mundo islámico como en la entonces atrasada Europa cristiana (sumida en la «Edad Oscura» que siguió al renacimiento carolingio). Ciudades como Valencia, Zaragoza, Toledo o Sevilla se convirtieron en núcleos urbanos importantes, pero Córdoba llegó a ser, durante el califato de al-Hakam II, la mayor ciudad de Europa Occidental; quizá alcanzó el medio millón de habitantes, y sin duda fue el mayor centro cultural de la época, como muestran la construcción de Medina Azahara o el traslado de la Casa de la Moneda a la ciudad en 947. ​A la muerte de Almanzor en 1002, tras su derrota ante una coalición cristiana en la batalla de Calatañazor, comenzaron una serie de enfrentamientos entre familias dirigentes musulmanas, que llevaron a la desaparición del califato y la formación de un mosaico de pequeños reinos, llamados de taifas.

El reino de Asturias, con su capital fijada en Oviedo desde el reinado de Alfonso II el Casto, se había transformado en reino de León en 910 con García I al repartir Alfonso III el Magno sus territorios entre sus hijos. En 914, muerto García, subió al trono Ordoño II, que reunificó Galicia, Asturias y León y fijó definitivamente en esta última ciudad su capital. Su territorio, que llegaba hasta el Duero, se fue paulatinamente repoblando mediante el sistema de presura (concesión de la tierra al primero que la roturase, para atraer a población en las peligrosas zonas fronterizas), mientras que los señoríos laicos o eclesiásticos (de nobles o monasterios) se fueron implantando posteriormente. En las zonas en que la frontera fue una condición más permanente y la defensa recaía en la figura social del caballero-villano, lo que ocurrió particularmente en la zona oriental del reino, se conformó un territorio de personalidad marcadamente diferenciada: el condado de Castilla (Fernán González). Un proceso hasta cierto punto similar (aprisio) se produjo en los condados catalanes de la llamada Cataluña la Vieja (hasta el Llobregat, por oposición a la Cataluña la Nueva conquistada a partir del siglo xii).

Plena Edad Media

El siglo xi comenzó con el predominio entre los reinos cristianos del reino de Navarra. Sancho III el Mayor incorporó los condados pirenaicos centrales (Aragón, Sobrarbe y Ribagorza) y el condado leonés de Castilla, estableciendo un protectorado de hecho sobre el propio reino de León. Los enfrentamientos entre las taifas musulmanas, que recurrían a los cristianos como tropas mercenarias para imponerse unas sobre otras, aumentaron notablemente su poder, que llegó a ser suficiente como para someterlas al pago de parias.

Los territorios de Sancho el Mayor fueron distribuidos entre sus hijos tras su muerte. Fernando obtuvo Castilla. Su matrimonio con la hermana del rey leonés y el apoyo navarro le permitieron imponerse como rey de León tras la muerte de su cuñado en la batalla de Tamarón (1037). A la muerte de Fernando se volvió a realizar un reparto territorial que multiplicó el número de territorios que adquirieron el rango regio: reino de León, reino de Galicia, reino de Castilla, así como la ciudad de Zamora. Sucesivamente se produjeron reunificaciones y divisiones, siempre revertidas, excepto en el caso del condado de Portugal, convertido en reino. La conquista de Toledo por Alfonso VI (1085) permitió la repoblación de la amplia región entre los ríos Duero y Tajo mediante la concesión de fueros y cartas pueblas a concejos con jurisdicción sobre amplias zonas (comunidad de villa y tierra) sobre los que ejercían una especie de «señorío colectivo». Un proceso similar se produjo en el valle del Ebro, repoblado (en parte con mozárabes emigrados del sur peninsular) a partir de la conquista de Zaragoza (1118) por Alfonso I el Batallador, rey de Navarra y Aragón, que incluso llegó a ser rey consorte de Castilla y León (en un accidentado matrimonio con Urraca I de Castilla, que terminó anulándose). A su muerte sin herederos directos se separaron definitivamente sus reinos: mientras que Navarra quedó marginada en la Reconquista, sin crecimiento hacia el sur, Aragón se vinculó con Cataluña en 1137 por el matrimonio de la reina Petronila con el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona y formaron la Corona de Aragón.

Por su parte, la conformación de la Corona de Castilla como conjunto de reinos, con un único rey y unas únicas Cortes, no se consolidó hasta el siglo xiii. Los distintos territorios conservaban diversas particularidades jurídicas, así como su condición de reino, perpetuada en la intitulación regia: «rey de Castilla, de León, de Galicia, de Nájera, de Toledo,… señor de Vizcaya y de Molina», añadiendo sucesivamente los títulos de soberanía de los nuevos reinos que se fueran conquistando o adquiriendo. Alfonso VII adoptó el título de Imperator totius Hispaniae. La repoblación de la amplia zona entre el Tajo y Sierra Morena, relativamente despoblada, se confió a las órdenes militares (Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa).

Los avances cristianos hacia el sur fueron confrontados sucesivamente por dos intervenciones norteafricanas: la de los almorávides (batallas de Zalaca, 1086, y Uclés, 1108) y la de los almohades (batalla de Alarcos, 1195), que unificaron bajo una concepción más rigorista del Islam a las taifas, cuyos gobernantes eran acusados de corruptos y contemporizadores con los cristianos. Sin embargo, la batalla de las Navas de Tolosa (1212) significó una decisiva imposición del predominio cristiano y a los pocos años quedó un único reducto musulmán en la península, el reino nazarí de Granada. La decadencia política y militar de al-Andalus fue simultánea a su mayor esplendor en los campos artístico y cultural (palacio de la Aljafería, Alhambra de Granada, Averroes, Ibn Hazm).

La Corona de Castilla, con Fernando III el Santo, conquistó en los años centrales del siglo xiii la totalidad del valle del Guadalquivir (reinos de Jaén, de Córdoba y de Sevilla) y el reino de Murcia; mientras la Corona de Aragón, tras frustrarse su expansión al norte de los Pirineos (cruzada albigense), conquistaba los reinos de Valencia y de Mallorca (Jaime I el Conquistador). El acuerdo entre ambas coronas definió las respectivas zonas de influencia, e incluso enlaces matrimoniales (de Alfonso X el Sabio con Violante de Aragón). La repoblación por los cristianos de estas zonas, densamente habitadas por musulmanes, muchos de los cuales permanecieron tras la conquista (mudéjares), se realizó mediante el repartimiento de lotes de fincas rurales y urbanas de distinta importancia según la categoría social de los que habían intervenido en la toma de cada una de las ciudades. La convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos produjo un intercambio cultural de altísimo nivel (escuela de traductores de Toledo, tablas alfonsíes, obras de Raimundo Lulio) al tiempo que se abrían varios studium arabicum et hebraicum (Toledo, Murcia, Sevilla, Valencia, Barcelona) y los studia generalia que se convirtieron en las primeras universidades (Palencia, Salamanca, Valladolid, Alcalá, Lérida, Perpiñán).

Baja Edad Media

A partir de las vísperas sicilianas (1282), la Corona de Aragón inició una expansión por el Mediterráneo en la que incorporó Cerdeña, Sicilia e incluso, brevemente, los ducados de Atenas y Neopatria. En competencia con Portugal, la Corona de Castilla optó por una expansión atlántica, basada en su control del Estrecho. En 1402 comenzó la conquista de las islas Canarias, hasta entonces habitadas exclusivamente por los guanches. La ocupación inicial fue llevada a cabo por señores normandos (Juan de Bethencourt) que rendían vasallaje al rey Enrique III de Castilla. El proceso de conquista no concluyó hasta 1496, culminado por la propia acción de la corona. El deslindamiento de las zonas de influencia portuguesa y castellana se acordó en el tratado de Alcaçovas (1479), que reservaba a los portugueses las rutas del Atlántico Sur y por tanto la circunnavegación de África que permitiera una ruta marítima hasta la India.

La gran mortandad provocada por la Gran Peste de 1348, particularmente grave en la Corona de Aragón, precedida de las malas cosechas del ciclo de 1333 (lo mal any primer), provocaron una gran inestabilidad tanto económica y social como política e ideológica. En Castilla se desató la Primera Guerra Civil Castellana (1351-1369) entre los partidarios de Pedro I el Cruel y su hermanastro Enrique II de Trastamara. En Aragón, a la muerte de Martín I el Humano, representantes de los tres Estados de la Corona eligieron como sucesor, en el Compromiso de Caspe (1412), a Fernando de Antequera, de la castellana Casa de Trastámara. La expansión mediterránea aragonesa continuó con la conquista del Reino de Nápoles durante el reinado de Alfonso V el Magnánimo.

La crisis fue particularmente intensa en Cataluña, cuya expresión política fueron las disputas entre Juan II de Aragón y su hijo, Carlos de Viana, aprovechadas por las instituciones representativas del poder local (la Generalidad o comisión permanente de las Cortes y el Consejo de Ciento o regimiento de la ciudad de Barcelona) para manifestar el escaso poder efectivo que la monarquía aragonesa tenía sobre el particularismo (pactismo, foralismo) de cada uno de sus territorios, donde prevalecían las constituciones, usos y costumbres tradicionales (usatgesobservancias) sobre la voluntad real. Simultáneamente estallaron las tensiones sociales entre la Busca y la Biga (alta y baja burguesía de la ciudad de Barcelona) y las revueltas de los payeses de remença (campesinos sometidos a un régimen de sujeción personal particularmente duro), todo lo cual hizo estallar la compleja Guerra Civil Catalana (1462-1472). El debilitamiento de Barcelona y Cataluña benefició a Valencia, que se convirtió en el puerto marítimo que centralizó la expansión comercial de la Corona de Aragón y alcanzó los 75 000 habitantes a mediados de siglo xv, con un auge cultural que permite definirlo como Siglo de Oro valenciano. El reino de Aragón, sin salida al mar y centrado en actividades fundamentalmente agropecuarias, limitó su desarrollo económico y social. Los privilegios de ricoshombres y nobleza laica y eclesiástica impidieron el desarrollo de una burguesía pujante, y su peso relativo en el equilibrio entre los Estados de la Corona aragonesa disminuyó.

En 1479, con la subida al trono de Fernando el Católico, segundo hijo y heredero de Juan II, y rey consorte de Castilla por su matrimonio con Isabel la Católica, las tensiones sociales se redujeron, incluida la conflictividad campesina –Sentencia Arbitral de Guadalupe de 1486–. El creciente antisemitismo, estimulado por predicadores católicos como San Vicente Ferrer o el Arcediano de Écija, había explotado en la revuelta antijudía de 1391, que al provocar conversiones masivas originó el problema del converso: la discriminación de los cristianos nuevos por los cristianos viejos, que llegó incluso a la persecución violenta (revuelta anticonversa de Pedro Sarmiento en Toledo, 1449) y suscitó la creación de la Inquisición española (1478).


Edad Moderna

Localización del movimiento comunero sobre el territorio de la Corona de Castilla. En morado, las ciudades pertenecientes al bando comunero; en verde, aparecen las que se mantuvieron leales al rey. Las ciudades que estuvieron presentes en ambos bandos aparecen en ambos colores.

El matrimonio de Isabel y Fernando (1469), y la victoria del bando que les apoyaba en la Guerra de Sucesión Castellana, determinaron la unión dinástica de las coronas de Castilla y Aragón. La unificación territorial peninsular se incrementó con la Guerra de Granada (1482-1492) y la anexión de Navarra (1512), y se prosiguió la expansión territorial por el norte de África e Italia. La política matrimonial de los Reyes Católicos, que casaron a sus hijos con herederos de todas las casas reales de Europa occidental excepto con la francesa (Portugal, Inglaterra y los Estados Habsburgo) provocó una azarosa concentración de reinos en su nieto Carlos de Habsburgo (Carlos I como rey de España -1516-, Carlos V como emperador -1521-), que junto con la enorme dimensión territorial de la recientemente descubierta América gracias al navegante Cristóbal Colón (1492), convertida en un verdadero imperio colonial, hizo de la Monarquía Hispánica la más poderosa del mundo. En el mismo annus mirabilis de 1492 se decretó la expulsión de los judíos y apareció la Gramática castellana de Antonio de Nebrija.

El poder de los «imperiales» no se afianzó en Castilla sin vencer una fuerte oposición en la guerra de las Comunidades, que evidenció la centralidad de los reinos españoles en el Imperio de Carlos. A pesar de su triunfo en las guerras de Italia frente a Francia, el fracaso de la idea imperial de Carlos V (en gran medida causado por la oposición de los príncipes protestantes alemanes) llevó al emperador a planificar la división de sus Estados entre su hermano Fernando I (Archiducado de Austria e Imperio germánico) y su hijo Felipe II (Flandes, Italia y España, junto con el imperio ultramarino). La alianza entre los Austrias de Viena y los Austrias de Madrid se mantuvo entre 1559 y 1700. La hegemonía española se vio incluso incrementada con la unión ibérica con Portugal, mantenida entre 1580 y 1640; y fue capaz de enfrentarse a conflictos abiertos por toda Europa: las guerras de religión de Francia, la revuelta de Flandes (1568-1648, que terminó con la división del territorio en un norte protestante -Holanda- y un sur católico -los Países Bajos Españoles-) y el creciente poder turco en el Mediterráneo, frenado en la batalla de Lepanto de 1571. El dominio de los mares fue desafiado por holandeses e ingleses, que consiguieron resistir a la llamada Armada Invencible de 1588. Dentro de España se sofocaron con dureza las alteraciones de Aragón (1590) y la rebelión de las Alpujarras (1568). Esta fue una manifestación de la no integración de los moriscos, que no encontró solución hasta su radical expulsión de 1609, ya en el siguiente reinado, que en zonas como Valencia causó una grave despoblación y la decadencia de la productiva agricultura característica de este grupo social.

La revolución de los precios del siglo xvi fue provocada por la masiva llegada de plata a Castilla, que monopolizaba el comercio americano, y causó el hundimiento de las actividades productivas locales, mientras se realizaban importaciones de productos manufacturados europeos. La crisis del siglo xvii afectó especialmente a España, que bajo los llamados Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) entró en una evidente decadencia. Simultáneamente, el arte y la cultura española vivía los momentos más brillantes del Siglo de Oro. Superada la coyuntura crítica de la crisis de 1640, en que estuvo a punto de disolverse (revuelta de los catalanes, revuelta de Masaniello en Nápoles, alteraciones andaluzas, independencia de Portugal), la Monarquía Hispánica se redefinió, ya sin Portugal y con la frontera francesa fijada en el tratado de los Pirineos (1659).

La Guerra de Sucesión Española (1700-1715) y los tratados de Utrecht y Rastadt determinaron el cambio de dinastía, imponiéndose en el trono la Casa de Borbón (con la que se mantuvieron los pactos de familia durante casi todo el siglo xviii), aunque significara la pérdida de los territorios de Flandes e Italia en beneficio de Austria y onerosas concesiones en el comercio americano en beneficio de Inglaterra, que también retuvo Gibraltar y Menorca. Dentro de España se impuso un modelo político que adaptaba el absolutismo y centralismo francés a las instituciones de la Corona de Castilla, que se impusieron en la Corona de Aragón (decretos de Nueva Planta). Únicamente las provincias vascas y Navarra mantuvieron su régimen foral. En el contexto de una nueva coyuntura de crecimiento, se procuró la reactivación económica y la recuperación colonial en América, con medidas mercantilistas en la primera mitad del siglo, que dieron paso al nuevo paradigma de la libertad de comercio, ya en el reinado de Carlos III. El motín de Esquilache (1766) permite comparar el diferente grado de desarrollo sociopolítico con Francia, que en una coyuntura hasta cierto punto similar desembocó en la Revolución, mientras que en España la crisis se cerró con la sustitución del equipo de ministros ilustrados y el freno de su programa reformista, la expulsión de los jesuitas y un reequilibrio de posiciones en la corte entre las facciones de golillas y manteístas.


Edad Contemporánea

Siglo xix

La Edad Contemporánea no empezó muy bien para España. En 1805, en la batalla de Trafalgar, una escuadra hispano-francesa fue derrotada por el Reino Unido, lo que significó el fin de la supremacía española en los mares en favor del Reino Unido, mientras Napoleón Bonaparte, emperador de Francia que había tomado el poder en el país galo en el complejo escenario político planteado tras el triunfo de la Revolución Francesa, aprovechó las disputas entre Carlos IV y su hijo Fernando y ordenó el envío de su poderoso ejército a España en 1808. Su pretexto era invadir Portugal, para lo que contaba con la complicidad del primer ministro del rey español, Manuel Godoy, a quien había prometido el trono de una de las partes en las que pensaba dividir el país luso. El emperador francés impuso a su hermano José I en el trono, lo que desató la Guerra de la Independencia Española, que duraría cinco años. En ese tiempo se elaboró la primera Constitución española, de marcado carácter liberal, en las denominadas Cortes de Cádiz. Fue promulgada el 19 de marzo de 1812, festividad de San José, por lo que popularmente se la conoció como «la Pepa». Tras la derrota de las tropas de Napoleón, que culminó en la batalla de Vitoria en 1813, Fernando VII volvió al trono de España.

Durante el reinado de Fernando VII la Monarquía Española experimentó el paso del Antiguo Régimen al Estado Liberal. Tras su llegada a España, Fernando VII derogó la Constitución de 1812 y persiguió a los liberales constitucionalistas, dando comienzo a un rígido absolutismo. Mientras tanto, la Guerra de Independencia Hispanoamericana continuó su curso, y a pesar del esfuerzo bélico de los realistas, al concluir el conflicto únicamente las islas de Cuba y Puerto Rico, en América, seguían bajo gobierno español. Terminada la Década Ominosa y con el apoyo de los políticos liberales a la Pragmática Sanción de 1830, España se organizó nuevamente en monarquía parlamentaria. De esta forma ambos procesos revolucionarios dieron origen a los nuevos Estados nacionales existentes en la actualidad. El final del reinado de Fernando VII señaló también la extinción del absolutismo en todo el mundo hispánico. La muerte de Fernando VII en 1833 abrió un nuevo período de fuerte inestabilidad política y económica. Su hermano Carlos María Isidro, apoyado en los partidarios absolutistas, se rebeló contra la designación de Isabel II, hija de Fernando VII, como heredera y reina constitucional, y contra la derogación del Reglamento de sucesión de 1713, que impedía la sucesión de mujeres en la Corona. Estalló así la Primera Guerra Carlista.

El reinado de Isabel II se caracterizó por la alternancia en el poder de progresistas y moderados, si bien esta alternancia estaba más motivada por los pronunciamientos militares de ambos signos que por una pacífica cesión del poder en función de los resultados electorales. La Revolución de 1868, denominada «la Gloriosa», obligó a Isabel II a abandonar España. Se convocaron Cortes Constituyentes que se pronunciaron por el régimen monárquico y, a iniciativa del general Juan Prim, se ofreció la Corona a Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia. Su reinado fue breve por el cansancio que le provocaron los políticos del momento y el rechazo a su persona de importantes sectores de la sociedad, a lo que se sumó la pérdida de su principal apoyo, el mencionado general Prim, asesinado antes de que Amadeo llegara a pisar en España. Seguidamente se proclamó la Primera República, que tampoco gozó de larga vida, aunque sí muy agitada: en once meses tuvo cuatro presidentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar. Durante este convulso período se produjeron graves tensiones territoriales y enfrentamientos bélicos, como la declaración de independencia del Cantón de Cartagena, máximo exponente del cantonalismo. Finalizó esta etapa en 1874 con los pronunciamientos de los generales Martínez-Campos y Pavía, que disolvió el Parlamento. España formó parte del proceso de industrialización occidental comenzada a principios del siglo, aunque su desarrollo económico e industrial fue escaso y tardío en comparación a las grandes potencias europeas.

La Restauración borbónica proclamó rey a Alfonso XII, hijo de Isabel II. España experimentó una gran estabilidad política gracias al sistema de gobierno preconizado por el político conservador Antonio Cánovas del Castillo, que se basaba en el turno pacífico de los partidos Conservador (Cánovas del Castillo) y Liberal (Práxedes Mateo Sagasta) en el gobierno. En 1885 murió Alfonso XII y se encargó la regencia a su viuda María Cristina, hasta la mayoría de edad de su hijo Alfonso XIII, nacido tras la muerte de su padre. La rebelión independentista de Cuba en 1895 indujo a los Estados Unidos a intervenir en la zona. Tras el confuso incidente de la explosión del acorazado USS Maine el 15 de febrero de 1898 en el puerto de La Habana, los Estados Unidos declararon la guerra a España. Derrotada por la nación norteamericana, España perdió sus últimas colonias: Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico, un episodio que resultó en un trauma permanente para la clase dirigente española, conocida como «Desastre del 98».

Siglo xx

El siglo xx comenzó con una gran crisis económica y la subsiguiente inestabilidad política. Hubo un paréntesis de prosperidad comercial propiciado por la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial, pero la sucesión de crisis gubernamentales, la marcha desfavorable de la guerra del Rif, que se agudizó como consecuencia de la oposición tribal autóctona al Protectorado español de Marruecos, la agitación social y el descontento de parte del ejército, desembocaron en el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923. Estableció una dictadura militar que fue aceptada por gran parte de las fuerzas sociales y por el propio rey Alfonso XIII. Durante la dictadura se suprimieron libertades y derechos, lo que sumado a la difícil coyuntura económica y el crecimiento de los partidos republicanos, hicieron la situación cada vez más insostenible. En 1930, Primo de Rivera presentó su dimisión al rey y se marchó a París, donde murió al poco tiempo. Le sucedió en la jefatura del Directorio el general Dámaso Berenguer y después, por breve tiempo, el almirante Aznar. Este período es conocido como «dictablanda».

El rey propició la celebración de elecciones municipales el 12 de abril de 1931, tomadas como un plebiscito sobre la continuidad de la monarquía. Estas dieron una rotunda victoria a las candidaturas republicano-socialistas en las grandes ciudades y capitales de provincia, donde el caciquismo no tenía influencia. Las manifestaciones organizadas exigiendo la instauración de una república democrática llevaron al rey a abandonar el país y a la proclamación de la misma el 14 de abril de ese mismo año. Durante la Segunda República se produjo una gran agitación política y social, marcada por una acusada radicalización de izquierdas y derechas. Los líderes moderados fueron boicoteados y los distintos gobiernos aplicaron legislaciones cambiantes. Durante los dos primeros años, gobernó una coalición de partidos republicanos y socialistas. En las elecciones celebradas en 1933 triunfó la derecha y en 1936, la izquierda. Entre los episodios relevantes de este corto periodo destacan la sublevación monárquica del militar José Sanjurjo de 1932, la revolución de 1934 y numerosos atentados contra líderes políticos rivales. Por otra parte, es también durante la Segunda República cuando se inician importantes reformas para modernizar el país —Constitución democrática, reforma agraria, reestructuración del ejército, primeros Estatutos de Autonomía— y se amplían los derechos de los ciudadanos como el reconocimiento del derecho a voto de las mujeres, instaurándose el sufragio universal. El 17 y 18 de julio de 1936 se produjo un golpe de Estado fallido que dejó a España dividida en dos zonas: una bajo la autoridad del Gobierno republicano —en la que se produjo la Revolución social de 1936— y otra controlada por los sublevados. La situación desembocó en la Guerra Civil Española, en la que el general Francisco Franco fue investido jefe supremo de los sublevados. El apoyo alemán de Hitler e italiano de Mussolini a los sublevados, más firme que el soporte soviético de Stalin y mexicano de Lázaro Cárdenas a los republicanos, sumado a la política de no intervención de las democracia occidentales, y los continuos enfrentamientos entre las distintas facciones republicanas, entre otras razones, desembocaron en la victoria de los franquistas el 1 de abril de 1939.

La victoria del general Franco supuso la instauración de un régimen dictatorial. El desarrollo de una fuerte represión sobre los vencidos obligó al exilio a cientos de miles de españoles y condenó a otros tantos a la muerte o al encarcelamiento. El apoyo de España a las Potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial la condujo a un aislamiento internacional de carácter político y económico.​ No obstante, el anticomunismo del régimen español hizo que durante la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y sus respectivos aliados, el régimen franquista fuera tolerado y finalmente reconocido por las potencias occidentales. A finales de los años 1950 finalizó su aislamiento internacional con la firma de varios acuerdos con los Estados Unidos que permitieron la instalación de bases militares conjuntas en España. En 1956, Marruecos, que había sido protectorado español y francés, adquirió su independencia y se puso en marcha un plan de estabilización económica del país. En 1968, Franco concedió la independencia a la Guinea Española y al año siguiente nombró a Juan Carlos de Borbón, nieto de Alfonso XIII, como su sucesor a título de rey. Aunque la represión política continuó, las reformas gubernamentales, la apertura al exterior a través del turismo de masas, la fase final de la industrialización y las divisas obtenidas de los millones de emigrantes, condujeron a un fuerte crecimiento económico —conocido como milagro económico español— y al progreso social de la sociedad.

Francisco Franco murió el 20 de noviembre de 1975 y Juan Carlos I fue proclamado rey dos días después. Se abrió entonces un período conocido como transición a la democracia. Adolfo Suárez fue nombrado presidente del Gobierno por el rey y consiguió aprobar la Ley para la Reforma Política en las Cortes franquistas. En 1977 se celebraron elecciones democráticas. En 1978 se promulgó la Constitución española que estableció un Estado social y democrático de derecho con la monarquía parlamentaria como forma de gobierno. En 1979, tras las primeras elecciones bajo la nueva constitución, Unión de Centro Democrático (UCD) obtuvo mayoría simple en el Congreso de los Diputados y Adolfo Suárez fue investido presidente de Gobierno. El 29 de enero de 1981 dimitió por presiones internas de su propio partido. Durante la sesión de votación de investidura del sucesor de Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD), el 23 de febrero de 1981, tuvo lugar un intento de golpe de Estado promovido por altos mandos militares. El Palacio de las Cortes fue tomado por el teniente coronel Antonio Tejero, pero la intentona golpista fue abortada el mismo día por la intervención del rey Juan Carlos en defensa del orden constitucional. La transición también se caracterizó por la fuerte presencia de elementos terroristas, tanto de extrema derecha y parapoliciales —terrorismo tardofranquista— como de extrema izquierda e independentistas, de los que Euskadi Ta Askatasuna (ETA) fue el grupo terrorista más activo y longevo. En 1981 se firmó en Bruselas el protocolo de adhesión de España a la OTAN, dando inicio al proceso de integración en la Alianza que terminó en la primavera de 1982, durante el Gobierno de UCD.

En las elecciones generales de 1982 venció por mayoría absoluta el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) liderado por Felipe González, que fue nombrado presidente del Gobierno y se mantuvo en el poder durante cuatro legislaturas. En 1986, España se incorporó a la Comunidad Económica Europea, precursora de la Unión Europea, y se celebró un referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN en el que ganó el sí.

Durante este período se produjo una profunda modernización de la economía y la sociedad española, caracterizada por las reconversiones industriales y la sustitución del modelo económico tardofranquista por otro de corte más liberal —lo que condujo a tres importantes huelgas generales—, la generalización del pensamiento y los valores contemporáneos en la sociedad española, el desarrollo del Estado autonómico y del bienestar, la transformación de las fuerzas armadas y el enorme desarrollo de las infraestructuras civiles. Sin embargo, hubo también una situación de elevado desempleo y hacia el final del mismo se produjo un importante estancamiento económico, que no inició su recuperación hasta 1999 —cuando la tasa de desempleo descendió del 23 % al 15 %—. En 1992, España apareció de forma llamativa en el escenario internacional, ofreciendo una imagen de un país sólido y moderno, con la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona, la declaración de Madrid como Ciudad Europea de la Cultura y la celebración en Sevilla de la Exposición Universal. 1994 y 1995 se caracterizaron en cambio por la multiplicación y descubrimiento de los casos de corrupción: el terrorismo de Estado de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), el caso Roldán, las escuchas del CESID, etc.

En las elecciones generales anticipadas de 1996 venció el Partido Popular (PP), consolidando el turnismo político en España. No obstante, no obtuvo la mayoría absoluta por lo que José María Aznar tuvo que pactar con los partidos nacionalistas periféricos para poder ser investido presidente de Gobierno. Su Gobierno tuvo ante sí un reto clave: la mejora de los datos económicos que permitiera a España formar parte de los países miembros de la Unión Europea que compartirían la nueva moneda única, el euro, hito conseguido a finales de 1997. El 10 de julio de 1997, ETA secuestró al concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco y amenazó con asesinarle si el Gobierno no cumplía sus exigencias. Dos días después, los etarras acabaron con su vida. Su muerte provocó un multitudinario movimiento de repulsa en el País Vasco y en el resto de España conocido como el Espíritu de Ermua.

Siglo xxi

El siglo xxi empezó con una brutal escalada terrorista de ETA en el año 2000 y con los efectos de los ataques terroristas del 11-S en Estados Unidos, que provocaron que España apoyara las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán (2001) e Irak (2003), a pesar de que esta última se realizó sin el apoyo de la ONU y el rechazo generalizado de la opinión pública española y mundial. En 2002 el euro entró en circulación en España y en otros once países que conformaron la eurozona, sustituyendo a la peseta y a las respectivas monedas nacionales. Este cambio monetario provocó la subida encubierta de los precios.​ Entre 1994 y 2007 se produjo una importante expansión de la economía española, basada fundamentalmente en el sector de la construcción. A finales del siglo xx y a lo largo del siglo xxi España, que tradicionalmente había sido un país de emigrantes, recibió una gran cantidad de inmigrantes de países iberoamericanos, así como de diferentes zonas de África, Asia y Europa. El fuerte crecimiento económico de tipo expansivo que presentó el país entre 1993 y 2007 requirió de una gran cantidad de mano de obra.

El jueves 11 de marzo de 2004 se produjeron en Madrid los atentados del 11M, el mayor atentado terrorista de la historia de España, que provocó la muerte de 192 personas y cerca de 1500 heridos. Se produjeron diez explosiones casi simultáneas en cuatro trenes en hora punta de la mañana en la red ferroviaria de cercanías de Madrid. Los ataques fueron reivindicados por el terrorismo yihadista. La consternación social ante los atentados y ante la discutida reacción del Gobierno causó una enorme movilización popular, en la que 11 millones de ciudadanos se manifestaron por las calles de casi todas las ciudades del país. Tres días después de los atentados se celebraron las elecciones generales de 2004. La agitación popular resultó definitiva en la resolución de las elecciones en las que el PSOE obtuvo la victoria. José Luis Rodríguez Zapatero se convirtió en el quinto presidente del Gobierno.

Con Zapatero como presidente del Gobierno se retiraron las tropas españolas que combatían en Irak. Ello ocasionó un considerable enfriamiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Se firmó la Constitución Europea y se realizó el referéndum de la Constitución Europea, en el que los ciudadanos españoles aprobaron el tratado. Sin embargo, el rechazo en referéndum en Francia y Holanda hizo que fracasara. También se aprobó el matrimonio homosexual, convirtiéndose en el tercer país del mundo en hacerlo.​ El 30 de diciembre de 2006, ETA colocó una furgoneta bomba en la T4 del Aeropuerto de Madrid-Barajas, matando a dos personas y poniendo fin a su segundo alto al fuego.

Las elecciones de 2008 dieron la victoria de nuevo al PSOE y Zapatero formó su segundo Gobierno; estas elecciones consolidaron y reforzaron el bipartidismo.​ Ese mismo año se celebró en Zaragoza la Expo 2008, cuyo eje temático fue el agua y el desarrollo sostenible. La Gran Recesión mundial y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria provocaron una gravísima crisis económica en España, cuyo principal efecto fue la histórica escalada del desempleo sufrido hasta 2013.​ A partir de mayo de 2011 aparecieron movimientos sociales conocidos como «indignados» o 15-M que reclamaban una democracia más participativa y cambios políticos y económicos. En septiembre se reformó la constitución con el objeto de garantizar la estabilidad presupuestaria. El 20 de octubre de 2011, la organización terrorista ETA anunció el «cese definitivo de su actividad armada» e hizo efectiva su disolución el 3 de mayo de 2018.​ Las elecciones generales anticipadas en 2011 dieron mayoría absoluta al PP y Mariano Rajoy fue investido presidente del Gobierno. Rajoy tuvo que afrontar una situación económica y social particularmente difícil, tensiones territoriales en Cataluña y un creciente descrédito de la clase política, agudizados tras los fuertes recortes presupuestarios y la solicitud de un rescate bancario a la UE en 2012. En junio de 2014, el rey Juan Carlos I abdicó la Corona en favor de su hijo, Felipe VI, proclamado rey de España ante las Cortes Generales el 19 de junio del mismo año.

Las elecciones generales de 2015 vio la entrada de dos nuevos partidos: Podemos y Ciudadanos, conduciendo a un escenario de cuatro partidos que no consiguieron investir a un presidente del Gobierno. En 2016, se volvieron a celebrar elecciones generales con resultados parecidos. Rajoy fue investido y formó su segundo Gobierno, tras la abstención del PSOE. España volvió a ser víctima de un atentado yihadista donde murieron 16 personas en Barcelona y Cambrils en agosto de 2017.​ El 1 de octubre, se realizó un referéndum de independencia de Cataluña no reconocido por el Estado; el parlamento catalán proclamó la independencia (27 octubre) y el Gobierno aplicó el artículo 155 de la Constitución y convocó elecciones autonómicas; el presidente del gobierno de Cataluña Carles Puigdemont huyó del país.

El 1 de junio de 2018, Pedro Sánchez fue investido presidente del gobierno tras una moción de censura a Rajoy. A lo largo de 2019 se celebraron dos elecciones generales en el país. Durante esos meses de gobierno en funciones, cabe resaltar la exhumación de Franco del Valle de los Caídos y la sentencia del Tribunal Supremo a los miembros del procés que derivaron en una semana de fuertes protestas en Cataluña. En enero de 2020, Sánchez fue investido presidente y formó el primer gobierno de coalición desde la Segunda República con Unidas Podemos. En el mes de marzo, el país, junto al resto del planeta, sufrió la pandemia de COVID-19, acompañada de severas restricciones para frenar su propagación. En 2021, España se convirtió en el sexto país del mundo en aprobar la eutanasia como forma legal de finalizar la vida de un paciente.


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